Leyendas

La Historia de Igeltxo

KAIXO, me llamo Igeltxo y soy un dragón, aunque un dragón un poco peculiar… Podríamos decir que soy un dragón metamorfoseado pues, como los renacuajos, yo también fui “alevín” antes de adquirir mi aspecto actual. Si tenéis un ratito para compartir conmigo, os contaré mi historia. Una historia que os podrá gustar más o menos, pero que seguro no os dejará indiferentes. Después de conocerme el Parque de Atracciones del Monte Igueldo no volverá a ser el mismo para vosotros. Lo veréis con otros ojos y, sobre todo, conseguiréis que todo el mundo comparta esa nueva visión.

Mi historia COMIENZA ASÍ

En realidad, yo nací como mascarón de proa de un temible barco vikingo, un Drakkar.

El artesano que me talló había recibido el encargo de crear una imagen aterradora, escalofriante, tan espantosamente feroz que su sola visión hiciera zozobrar los barcos. ¡Un auténtico demonio marino!

Y lo intentó. Os juro que lo intentó. Yo estaba allí y pude presenciarlo todo. Aún se me erizan las escamas cuando lo recuerdo:

Fue un día apacible de finales del mes de septiembre. El sol lucía hermoso en el cielo aunque apenas si calentaba. Aquel año, la Reina de las Nieves había decidido renovar su vestuario y, por eso, adelantó el fin de su letargo anual con la intención de coger desprevenidas a algunas de aquellas hermosas aves de multicolores plumas que, rezagadas, no hubieran iniciado todavía su largo viaje hacia las tierras del sur…

En la pequeña aldea vikinga, el viejo Olaf había terminado de tallarme y contemplaba su obra enfrascado en sus pensamientos.

Yo era una sorpresa para sus nietos: una pequeña barca para que se divirtieran jugando en el lago que había junto al taller. Seguro que con las risas de los pequeños al lado trabajaría mucho mejor, pues ellos eran su mejor vitamina y le daban toda la energía que los años le habían ido robando.

Y era importante estar pletórico de fuerzas. Las runas habían dicho que su próximo trabajo habría de ser colosal. Sin duda alguna el más notable de su vida y su legado para la posteridad… ¡Y las runas nunca se equivocan!

Los que sí se equivocan son los hombres que, como en el caso de Olaf, no supieron comprender el mensaje de las runas:

¡YO ERA ESE TRABAJO!

Lo cierto es que, cuando comenzó a tallarme, el viejo artesano ignoraba que no estaba ante un simple trozo de madera, sino ante una rama del gran fresno mágico de los vikingos (YGGDRASIL). Su árbol de la vida.

FREYA, la diosa del amor, la había arrojado al mundo como parte de un plan para que THOR, dios de la guerra y el más fuerte de todos los dioses, comprendiera que la fuerza se podía emplear en otros menesteres. Por eso, aquella rama que Olaf encontró un día caída en el bosque tenía alma y, cualquiera que fuera la forma que le diera, mantendría para siempre su alma…

 

Después ocurrió esto

THOR se presentó en el taller de Olaf y exigió un Drakkar colosal y temible. Tenía mucha prisa por iniciar una expedición hacia el sur y, lanzando hacia mí su martillo, me transformó en un gran buque vikingo. Sin embargo, con las prisas no reparó en que mi alma era pacífica.

Cuando la expedición se aproximaba hacia las costas del Cantábrico tres poderosas olas embistieron las embarcaciones: la primera las izo zozobrar. La segunda volcó varios drakkar y la tercera engulló los que todavía seguían a flote. Únicamente yo logré resistir, aunque por poco tiempo. A “las tres Marías” siguió un rumor de espuma que decía: “No más incursiones, no más razzias…” y una enorme ola, una ola de proporciones descomunales como nunca se había visto se aproximó dispuesta a tragarnos. Yo intenté virar para huir, pero el vikingo que mandaba la nave se dio cuenta y maldiciéndome la enderezó. Lo que ocurrió después fue un poco confuso. Sentí que me hundía lentamente hasta que, casi inconsciente toqué fondo.

En el fondo del mar, el tiempo tiene su propia medida, y debí de pasar allí largos años. Conocí a todo tipo de criaturas, desde sirenas y estrellas de mar hasta ballenas, pulpos, merluzas y anchoas… Hasta que un día, un salmón me contó que se dirigía al río Bidasoa. No era la primera vez que lo hacía, (era un zancado) y hablaba maravillas del lugar. Como la humedad empezaba a hacer mella en mi decidí acompañarlo. Cuando después de tanto tiempo me fui a mover descubrí que mi naturaleza mágica había convertido en extremidades las algas que se habían adherido a mis costados. ¡Tenía brazos! Además, mi piel había adquirido el color verde azulado del fondo del mar.

Remontamos el río contemplando los hermosos bosques que crecían en sus orillas y, tanto me gustó el lugar, que decidí quedarme un tiempo, aunque el salmón me advirtió de que los dragones no estaban muy bien vistos por aquellas tierras y me aconsejó que no me dejara ver.

Pero estar siempre solo y escondido no me hacía feliz, así que sentí una enorme alegría el día que una hermosa joven de cabellos dorados y aspecto angustiado se dirigió a mí para preguntarme si había visto su peine. Al principio creí que era una mujer, pero en realidad se trataba de una lamía.

Las lamías son seres con cuerpo de mujer y pies de pato que peinan sus cabellos con peines de oro mientras entonan hermosas canciones. Tal era su desesperación que me comprometí a ayudarla a recuperar su peine. Pregunté a todas las criaturas que encontré hasta que las ranas me dijeron que había un niña llamada Kattalin que se solía acercar al río a jugar y que, teniendo mala vista, había recogido un peine de oro que trajo la corriente sin darse cuenta de que era el peine de una lamía. Así pues, esperé a que Kattalin llegara y, escondido entre unas hierbas le pedí el peine. La niña, que oía croar a las ranas me tomó por una de ellas y empezó a llamar: “Igeltxo, etorri hona! ¡Ranita, ven aquí!”. Al acercarme ella no se asustó, pero yo sí que lo hice cuando repentinamente alargó la mano para tocarme y, sin darme cuenta, le eche una bocanada de fuego. Hasta aquel momento yo no sabía que fuera capaz de arrojar fuego por la boca. Me quedé paralizado…

Estaba realmente asustado. No así Kattalin que, sin pensárselo dos veces y creyendo, (porque era corta de vista) que yo era una rana enorme en vez de un dragón, me arrastró hasta su casa muy contenta con su nueva mascota. En ese momento yo no reparé en que el fuego no sólo no le había quemado, sino que ni siquiera pareció notar el calor.

En casa de Kattalin las cosas no iban bien. En la ferrería donde trabajaba su padre, una maldición había apagado el fuego de la fragua y, salvo que alguien consiguiera encenderlo aquella misma noche para romper el encantamiento de un espíritu malvado, nunca más volvería a trabajarse el hierro en la ferrería.

Al ver aparecer a su hija arrastrando un pequeño dragón, sus padres, asustados gritaron y yo, sin querer, lancé otra llamarada. Entonces su padre se dio cuenta: el fuego alumbraba pero no quemaba. ¡Yo era la solución! Podría encender la fragua y hacer creer al espíritu malvado que su encantamiento no había dado resultado. Así lo hicimos y, roto el hechizo, la ferrería, al borde del río volvió a su actividad.

Kattalin devolvió el peine de oro a la lamía y ésta, agradecida, le hizo unas lentes con dos gotas de agua para que no volviera a coger, por equivocación, el peine de una lamía. A mí me prometió una ayuda que, según dijo, no tardaría mucho en necesitar. Y así fue. Las gentes del pueblo me temían y, tras mucho hablar, decidieron enviarme en busca de la diosa MARI para que ella decidiera qué hacer conmigo. Como no podía ir nadando, me hicieron unas hermosas botas de hierro que, desde entonces, son mis pies. Para que la gente estuviera prevenida ante la posible presencia de un dragón (pacífico y gentil, pero dragón a fin de cuentas) las botas tienen una huella que sirve para alertar de mi proximidad. ¡Es mi marca! Una especie de sello personal.

Después de mucho caminar (subí montañas hasta tocar el cielo y descendí simas hasta llegar al infierno) encontré a MARI en Peñas de Aia. Tuve que seguir su estela de fuego al cruzar el cielo y, sobre todo, darme mucha prisa, puesto que no suele estar mucho tiempo en el mismo lugar. De hecho, se había ido de Anboto justo antes de llegar yo, lo que retrasó varios meses nuestro encuentro. Sin embargo, ello me permitió, al recorrer hermosísimos valles y frondosos bosques en su busca realizar un viaje maravilloso en el que aprendí infinidad de cosas y conocí a criaturas de lo más variado...

Lo cierto es que a MARI le sorprendió mi visita pero, después de escuchar mi historia y viendo que tenía buen corazón (motivo por el cual me habían echado del infierno) decidió ayudarme: de momento, no podía vivir cerca de las personas porque las asustaba, pero podía conseguir que poco a poco me aceptaran y aprendieran a confiar en mí. Como yo echaba de menos el mar decidió enviarme a Igueldo, donde encargó a las lamías que construyeran para mí un faro de piedra que todas las noches, iluminado por mi fuego, ayudara a los pescadores de la pequeña aldea de San Sebastián a regresar a puerto.

Sólo había un problema, ¿cómo llevarme hasta allí? MARI decidió entonces darme un hermoso par de alas y un alfiletero que me ayudaría en las tareas del faro. En su interior viven cuatro "galtxagorris" (enanitos con calzones rojos) que se encargan de la huerta, recogen la leña, arreglan la casa y, de vez en cuando, si no tienen otra cosa que hacer, se dedican a trastear por aquí y por allá.

Así es como llegué a Igueldo, el rincón más hermoso de todas las tierras de MARI. Y este es desde entonces mi hogar. Aquí recibo a mis amigos y me encanta contarles, como ahora a vosotros, mi historia. Además, para que la sientan como yo la viví, los "galtxagorris" me han ayudado a recrearla tal y como ocurrió.

HASTA PRONTO

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